¡¡Qué buen matrimonio forman ambos!! Partiré de la premisa de que el fracaso NO EXISTE; lo que existe son unos resultados y la interpretación que se hace de los mismos, de tal modo que introduciendo la ley de la relatividad, lo que a ojos de mucha gente puede ser un fracaso, para otros quizá solo sea un mal resultado. Nada es verdad ni es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira, que decía Campoamor. Y el único cristal válido es el que usamos nosotros mismos.

Veamos; para saber si un resultado es bueno o malo necesitamos un patrón con el que compararlo, ¿no? Y se me ocurren tres tipos de patrones:

Uno.- los cánones establecidos por la sociedad en base a una cultura arrastrada en el tiempo. La sociedad es la que dice que una persona que no acaba una carrera universitaria ha fracasado, por ejemplo. Es decir, juzga unos resultados y los etiqueta de «fracaso», sin tener en consideración la capacidad de la persona que hay detrás de ellos.

Dos.- los estándares estipulados por una organización, empresa, o como queramos llamarle. Por ejemplo, si un vendedor no llega a la cifra de ventas que se le pide, ha fracasado. Nuevamente es un ente externo el que nos pone la etiqueta, sin valorar el esfuerzo que la persona tuvo que hacer y si este trabajo sobrepasó el límite de sus propias capacidades.

Tercero.- nuestro propio nivel de exigencia y nuestras propias expectativas, que esas ¡¡sí!! tienen mucho peso en relación a los resultados.

Desde mi punto de vista el único patrón de comparación válido es el tercero, el que nosotros mismos establecemos al fijarnos un nivel de autoexigencia. ¿Quién es la sociedad o las empresas para ponernos la etiqueta de fracasados? ¿Fracasados con relación a qué? A unos criterios establecidos en base a no se sabe qué cosas y que damos por ciertos e inamovibles.

Si caemos en esa trampa, en creer que el nivel de exigencia se nos impone desde fuera, podemos llegar a caer en situaciones absurdas. Por ejemplo, una persona altamente capacitada que finalice una carrera universitaria no habrá fracasado, cuando quizá su nivel de exigencia esté mucho más arriba y tenga la impresión de insatisfacción por no haber podido llegar más lejos (un doctorado, si fuera el caso). Ese listón «social» está demasiado bajo en este caso y no supone un estímulo para la superación personal.

Y luego tenemos el caso contrario, el de aquellas personas que se esfuerzan por lograr cierta meta socialmente marcada y no son capaces de alcanzarla. Sus resultados no son buenos a ojos de «los demás» pero quizá sí sean muy aceptables para sus propias capacidades. Dar por buena la convención social hace que esta persona vaya frustrada por la vida cuando ella misma podría tener un nivel de autoestima bastante más alto si pusiera en cuestión la validez de los estándares sociales contra los que tuvo que medirse sí o sí.

Y hasta aquí quería llegar. Independientemente del nivel alcanzado con los resultados obtenidos, lo triste es «penar» con el estigma de fracasado por culpa de unos estándares impuestos por terceros. Lo que conseguimos con ello es que las personas se sientan «inferiores» y se frustren como individuos. Por ello retomo la consabida ley de la relatividad y hago mi propia adaptación al caso: todo en esta vida es relativo, empezando por la interpretación de los resultados que obtenemos. No permita que sea nadie el que le ponga la vara de medir; márquese usted su propio nivel de autoexigencia y luche por superar el listón. Si a la sociedad no le gusta, ¡¡allá ella!!

Un cordial saludo

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